Me acababan de hacer polvo con la noticia. Un escalofrío recorría mi cuerpo y me erizaba toda la piel.
No sabía qué hacer, qué pensar, ni adónde ir.
Sentía como a cada paso mi corazón se iba partiendo en pedazos.
No podía hablar, casi no podía llorar. Lo único que hacía era caminar y caminar.
Quería gritar, pero no me salía la voz.
Sólo escuchaba en mi mente resonar sus últimas palabras. Me sentía prisionera de ellas, de su contundencia, de su frialdad y de su falta de escrúpulos a la hora de sentenciar mi vida.